miércoles, 28 de agosto de 2013

Escenas de la vida en el espacio: 2ª parte


Pavel

Pavel Vinogradov
El comandante de la Expedición 36, Pavel Vinogradov, es un cosmonauta muy experimentado que siempre tiene una amigable sonrisa en el rostro. Cada vez que me ve – nuestros caminos normalmente se cruzan 2 o 3 veces al día – intenta saludarme en italiano, llamándome rápidamente “signora” (“señora” en italiano), deseándome “buenas noches” aunque sean las 10 de la mañana, o deleitándome con un “bonjour!”. Pero su sonrisa es contagiosa y si le corrijo, se ríe abiertamente, llevando la mano a su frente con un sonoro “kanieshna” (“¡por supuesto! en ruso) y dándome las gracias. Sin embargo, normalmente hablamos en ruso, y hace algunos días tuve una conversación con él que me dejó bastante impresionado…

A.Misurkin / Imagen: Roscosmos
Durante la mayor parte de la EVA realizada por Fyodor y Alexander, las siete ventanas de la Cúpula se mantuvieron cerradas. Durante todo el evento, desde el momento que la escotilla se cerró, Pavel y Chris permanecieron metidos entre la cápsula Soyuz y el módulo MRM2, en un espacio no mucho más grande que un par de armarios. Así que no es sorprendente que tan pronto como los dos cosmonautas regresaron, Pavel y yo nos encontramos en la Cúpula para disfrutar un poco del “espacio abierto” después de 8 horas encerrados.

Cuando abrimos las ventanas, presenciamos otro amanecer orbital espectacular, los violentos rayos de Sol prendiendo fuego a la gloriosamente resplandeciente atmósfera. El rojo, naranja y amarillo ganaron la batalla al negro y al azul del espacio en apenas un precioso instante.

Justo cuando comenzábamos a sentir el calor del Sol a través del grueso e iluminado cristal de las ventanas, me giré para mirar a Pavel por un momento. Tenía curiosidad por ver el impacto de una escena así en un veterano que ha visto docenas – o más bien, cientos – de estos amaneceres y atardeceres. Para ser sincero, no me sorprendió ver sus ojos brillar con una admiración que parecía reflejar lo que yo siento cada vez. Aprovechando esta experiencia – literalmente fuera de este mundo – que estábamos compartiendo juntos, e incluso ya sabiendo la respuesta, le pregunté si era posible cansarse de un espectáculo así.

Pavel esbozó una gran sonrisa que iluminó su cara y la cubrió con mil pequeñas arrugas. Respondió a mi pregunta con otra pregunta: “¿Cómo podría ser posible? ¡Mira! ¡Mira! ¿Cómo podría pasar eso?”

Seguí su consejo y miré hacia fuera. Sí, tenía razón: ¿cómo podría pasar?

Microgravedad y wasabi

Trabajando en el experimento SkinB
Hoy he estado en Columbus trabajando en un experimento llamado SkinB, que es un estudio sobre cómo envejece la piel de los astronautas en microgravedad. Requiere la utilización de una serie de instrumentos conectados a un ordenador, con el fin de medir diversos parámetros que después serán analizados en tierra (tensión superficial, evaporación del agua y fotos UV). Comencé a pensar en la primera vez que instalé el instrumento, hace sólo 6 semanas. Por aquel entonces, era muy torpe tanto con las herramientas como en la forma en la que me movía. Pero hoy me siento perfectamente cómodo en microgravedad. Cada instrumento parece obedecer mi voluntad, permaneciendo en una posición en la que, si no es estable, al menos me deja trabajar tranquilo. Mis músculos equilibran mi cuerpo para poder moverme fácilmente o quedarme quieto con un mínimo esfuerzo, y no hay tensión en mis brazos o piernas mientras trabajo.

Una vez finalizo el experimento, me doy cuenta de que voy por delante de lo programado y tengo tiempo para un rápido tentempié. Con una medida lentitud y calma consumada, me muevo de Columbus al Node1, cruzando Node2 y el Laboratorio con un suave movimiento, permaneciendo en posición vertical todo el trayecto. Esto es bastante difícil de lograr, así que es una señal segura de que has aprendido a moverte con estilo y gracia en ingravidez. Sonrío, pensando en el Luca de hace unos meses que estaba torpemente limitado a moverse en horizontal.

Entre los tentempiés que atraen mi atención veo una lata sin tocar de guisantes cubiertos con wasabi – una pasta verde muy picante de Japón. Hemos heredado los guisantes de un compañero: sin duda no son parte del menú habitual. Bueno, estoy en busca de una pequeña recompensa, así que, ¿por qué no?

Ajeno a la tragedia que estaba a punto de desencadenarse, cojo la lata y abro la tapa de plástico. Debajo, hay un fino cierre hermético de aluminio, como el que llevan los tarros de yogur. Agarro la solapa, y con más fuerza de la que pretendo, tiro de ella para destaparla. Oigo un ligero chasquido y de repente me encuentro rodeado de cientos de guisantes verdes volando como en un colorido big bang. La nube de guisantes se extiende a una velocidad astronómica, girando fuera de control. Mientras lucho por recoger tantos guisantes como puedo y meterlos de nuevo en la lata, tengo un flashback a una historia que leí cuando era niño, que trataba sobre un pequeño mono al que se le caían todos los guisantes que tenía en las manos sólo porque quería recoger uno del suelo. Sin importar cuánto me esfuerzo, hay más guisantes rebotando desde el fondo de la lata que los que se quedan en ella. Me olvido completamente de agarrarme a algo y me encuentro rodando junto con la nube de guisantes (¿dónde está esa medida lentitud ahora? ¿y esa calma consumada?). Así que decido eliminar el problema de raíz, capturando los guisantes con mi boca mientras flotan y comiéndomelos rápidamente. El plan funciona, excepto por un pequeño detalle: los guisantes con wasabi son extremadamente picantes. Con mis ojos llorando y mi lengua en llamas, finalmente consigo capturar los últimos guisantes y meterlos de nuevo en la lata. Miro alrededor, pero estoy solo: nadie ha presenciado mi torpeza (salvo el testigo más importante: yo). Creyéndome a salvo de un avergonzamiento futuro, vuelvo al trabajo con consumada calma y elegancia, con mi lengua todavía ardiendo por el wasabi infernal y mi orgullo escociendo todavía más.

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