Es lunes por la noche, y después de un día realmente
ajetreado en la Estación, el agotamiento se está imponiendo – incluso en
gravedad cero. Después de cenar, me sobreviene el letargo. Veo el mismo
pensamiento escrito en las caras de mis compañeros viajeros, Karen y Chris, y
sé que hoy seré el que apague las luces porque ellos estarán en la cama antes
que yo.
Esta noche tengo una cita que no me quiero perder, incluso
si significa que la alarma de mi reloj me dolerá más de lo normal mañana por la
mañana. Es una cita especial sólo para mí, para ver mi país como nunca antes lo
he visto. Según nuestros planos orbitales, sé que a alrededor de las 22:00
pasaremos encima de la costa mediterránea y podré ver Italia iluminada de
noche.
Cinco minutos antes de la hora establecida, me deslizo fuera
de mi saco de dormir y cruzo silenciosamente el laboratorio y el Node1. Me paro
en el Node3 para apagar la única luz que dejamos encendida por la noche - la del baño. Toda la zona está ahora en la
completa oscuridad. Ninguna luz entra por la Cúpula porque las siete ventanas
están cerradas como cada noche. Pero no por mucho tiempo.
Usando mi linterna, entro en la Cúpula y lentamente, abro
cada ventana, una tras otra. Aunque sólo quedan unos minutos para volar sobre
Italia, todavía estamos sobre África central, donde un fiero monzón se extiende
y llena entero mi campo visual, de un horizonte al otro, cientos de kilómetros.
En la oscuridad de la noche orbital, los relámpagos brillan con una luz irreal
en una de las escenas más bonitas que he visto. Trazos de luz azul cruzan mi
vista, estallando desde docenas de nubes de tormenta. Con un ritmo frenético,
digno del mejor percusionista, las nubes blancas iluminadas momentáneamente por
el relámpago abren la noche africana, oscurecida por la ausencia de farolas. Con una violencia que casi puedo sentir desde aquí, 400 km por
encima de las nubes más altas. La ausencia de truenos da un ambiente
surrealista a las tormentas, y el silencio es ensordecedor.
Estoy sin aliento por la emoción y casi olvido mi cámara.
Aparto mis ojos de la escena y tomo algunas fotos, intentando capturar algo del
eléctrico y terrible espectáculo que está ocurriendo delante de mis ojos,
cientos de kilómetros debajo. Pero en cuestión de minutos cruzamos la línea del
ecuador y todo se acaba tan repentinamente como empezó. Las nubes se despejan
para dejar paso al desierto, y estamos pasando sobre Marruecos.
En el horizonte hacia el noreste, una luz difusa y desteñida
atrae mi atención – el resplandor artificial de la luz de la presencia humana.
Mientras tanto, ha salido la Luna, bañando el terreno con luz reflejada, y
ambas fuentes de luz revelan detalles, incluso el constante cambio del color
del suelo. Un momento después ya estamos sobre la costa, siguiendo una ruta
casi paralela que me permite asimilar su robusta belleza.
Mirando hacia el norte, veo las Islas Baleares completamente
iluminadas, y conscientemente me contengo para no mirar directamente hacia el
este: quiero saborear estos momentos. Debajo de mí, a través de la ventana
central de la Cúpula, veo Túnez, Hammamet y Sfax, y me doy cuenta de que no
queda mucho tiempo. A través de la ventana justo enfrente de mí, iluminado como
las calles de un pueblo en carnaval, veo una de las vistas más emocionantes que
he visto como astronauta: una forma inconfundible, completamente libre de
nubes, la bota de Italia perfectamente delineada por lunes que van
ininterrumpidamente desde la punta de Calabria hasta la costa de Liguria,
trazando su perfil como toda una nueva constelación en las nocturnas
profundidades del mar Mediterráneo. Cerdeña y Córcega, no tan brillantes como
el resto, se mueven lentamente ante mi vista, y en el horizonte hacia el
noreste, una violenta tormenta parece destruir Europa central, desde Austria a
Alemania. Desde aquí arriba, Nápoles y Roma dominan la escena, radiando un
esplendor por encima de todas las demás ciudades. Pero Bolonia, Florencia,
Milán, Turín – todas ellas son visibles, a miles de kilómetros de distancia. El
Vesubio forma un círculo oscuro en unas tierra absolutamente saturadas por la
luz.
Debajo de mí, es Sicilia la que inunda la Cúpula con luz. Examino
cada detalle y rastreo cada figura en la suave luz de la Luna, viajando a gran
distancia sobre una tierra que emana la calidez familiar del abrazo de un amigo.
Desde Palermo, distingo apenas visible una línea de luz que recorre la amplitud
de Trinacria, ramificándose como las venas en todas direcciones, pero llegando
sin interrupción a Catania. El Etna es un agujero negro impenetrable incluso
para la luz de la Luna, casi como si no quisiera distraer la atención del
resto.
En la distancia, a varios miles de kilómetros (una distancia
que recorreremos en cuestión de segundos), el amanecer está comenzando, tiñendo
las capas más bajas de la atmósfera de azul y dorado. Mientras intento
fotografiar la tierra que pasa bajo la Estación, me doy cuenta de que ninguna
imagen podría captar la sensación de increíble fragilidad que se está formando
en mi mente. Esta sensación se ve magnificada por el profundo conocimiento de
que este momento es único, irrepetible, y que incluso si volviera a seguir una
trayectoria similar otra vez, seguiría siendo diferente. La luz sería
diferente, las nubes formarían una cicatriz en el perfecto cielo nocturno que
he visto esta noche, e incluso yo sería diferente. Y unos momentos después,
como para confirmar mis pensamientos, todo se ha acabado. La Estación Espacial Internacional se dirige
hacia los Balcanes mientras me giro para capturar unas cuantas últimas imágenes
de mi país, todavía visible a través de las ventanas traseras de la Cúpula.
Es tarde, y mañana será un largo día. Con esas luces todavía
llenando mis ojos, cierro lentamente las siete ventanas y cruzo la Estación
para volver a mi saco de dormir. Ningún sueño podría quitarle el lugar a la
belleza de la realidad que gira, sin darse cuenta, debajo de mí.
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