Pavel
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Pavel Vinogradov
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El comandante de la Expedición 36, Pavel Vinogradov, es un
cosmonauta muy experimentado que siempre tiene una amigable sonrisa en el
rostro. Cada vez que me ve – nuestros caminos normalmente se cruzan 2 o 3 veces al día – intenta saludarme en italiano, llamándome rápidamente “signora”
(“señora” en italiano), deseándome “buenas noches” aunque sean las 10 de la
mañana, o deleitándome con un “bonjour!”. Pero su sonrisa es contagiosa y si le
corrijo, se ríe abiertamente, llevando la mano a su frente con un sonoro
“kanieshna” (“¡por supuesto! en ruso) y dándome las gracias. Sin embargo,
normalmente hablamos en ruso, y hace algunos días tuve una conversación con él
que me dejó bastante impresionado…
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A.Misurkin / Imagen: Roscosmos |
Durante la mayor parte de la EVA realizada por Fyodor y
Alexander, las siete ventanas de la Cúpula se mantuvieron cerradas. Durante
todo el evento, desde el momento que la escotilla se cerró, Pavel y Chris
permanecieron metidos entre la cápsula Soyuz y el módulo MRM2, en un espacio no
mucho más grande que un par de armarios. Así que no es sorprendente que tan
pronto como los dos cosmonautas regresaron, Pavel y yo nos encontramos en la
Cúpula para disfrutar un poco del “espacio abierto” después de 8 horas
encerrados.
Cuando abrimos las ventanas, presenciamos otro amanecer
orbital espectacular, los violentos rayos de Sol prendiendo fuego a la
gloriosamente resplandeciente atmósfera. El rojo, naranja y amarillo ganaron la
batalla al negro y al azul del espacio en apenas un precioso instante.
Justo cuando comenzábamos a sentir el calor del Sol a través
del grueso e iluminado cristal de las ventanas, me giré para mirar a Pavel por
un momento. Tenía curiosidad por ver el impacto de una escena así en un
veterano que ha visto docenas – o más bien, cientos – de estos amaneceres y
atardeceres. Para ser sincero, no me sorprendió ver sus ojos brillar con una
admiración que parecía reflejar lo que yo siento cada vez. Aprovechando esta
experiencia – literalmente fuera de este mundo – que estábamos compartiendo
juntos, e incluso ya sabiendo la respuesta, le pregunté si era posible cansarse
de un espectáculo así.
Pavel esbozó una gran sonrisa que iluminó su cara y la
cubrió con mil pequeñas arrugas. Respondió a mi pregunta con otra pregunta:
“¿Cómo podría ser posible? ¡Mira! ¡Mira! ¿Cómo podría pasar eso?”
Seguí su consejo y miré hacia fuera. Sí, tenía razón: ¿cómo
podría pasar?
Microgravedad y
wasabi
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Trabajando en el experimento SkinB |
Hoy he estado en Columbus trabajando en un experimento
llamado SkinB, que es un estudio sobre cómo envejece la piel de los astronautas
en microgravedad. Requiere la utilización de una serie de instrumentos
conectados a un ordenador, con el fin de medir diversos parámetros que después
serán analizados en tierra (tensión superficial, evaporación del agua y fotos
UV). Comencé a pensar en la primera vez que instalé el instrumento, hace sólo 6
semanas. Por aquel entonces, era muy torpe tanto con las herramientas como en
la forma en la que me movía. Pero hoy me siento perfectamente cómodo en
microgravedad. Cada instrumento parece obedecer mi voluntad, permaneciendo en
una posición en la que, si no es estable, al menos me deja trabajar tranquilo.
Mis músculos equilibran mi cuerpo para poder moverme fácilmente o quedarme
quieto con un mínimo esfuerzo, y no hay tensión en mis brazos o piernas
mientras trabajo.
Una vez finalizo el experimento, me doy cuenta de que voy
por delante de lo programado y tengo tiempo para un rápido tentempié. Con una
medida lentitud y calma consumada, me muevo de Columbus al Node1, cruzando
Node2 y el Laboratorio con un suave movimiento, permaneciendo en posición
vertical todo el trayecto. Esto es bastante difícil de lograr, así que es una
señal segura de que has aprendido a moverte con estilo y gracia en ingravidez.
Sonrío, pensando en el Luca de hace unos meses que estaba torpemente limitado a
moverse en horizontal.
Entre los tentempiés que atraen mi atención veo una lata sin
tocar de guisantes cubiertos con wasabi – una pasta verde muy picante de Japón.
Hemos heredado los guisantes de un compañero: sin duda no son parte del menú habitual.
Bueno, estoy en busca de una pequeña recompensa, así que, ¿por qué no?
Ajeno a la tragedia que estaba a punto de desencadenarse,
cojo la lata y abro la tapa de plástico. Debajo, hay un fino cierre hermético de
aluminio, como el que llevan los tarros de yogur. Agarro la solapa, y con más
fuerza de la que pretendo, tiro de ella para destaparla. Oigo un ligero chasquido y de repente me encuentro rodeado de cientos de guisantes verdes
volando como en un colorido big bang. La nube de guisantes se extiende a una
velocidad astronómica, girando fuera de control. Mientras lucho por recoger
tantos guisantes como puedo y meterlos de nuevo en la lata, tengo un flashback
a una historia que leí cuando era niño, que trataba sobre un pequeño mono al
que se le caían todos los guisantes que tenía en las manos sólo porque quería
recoger uno del suelo. Sin importar cuánto me esfuerzo, hay más guisantes
rebotando desde el fondo de la lata que los que se quedan en ella. Me olvido
completamente de agarrarme a algo y me encuentro rodando junto con la nube de
guisantes (¿dónde está esa medida lentitud ahora? ¿y esa calma consumada?). Así
que decido eliminar el problema de raíz, capturando los guisantes con mi boca
mientras flotan y comiéndomelos rápidamente. El plan funciona, excepto por un
pequeño detalle: los guisantes con wasabi son extremadamente picantes.
Con mis ojos llorando y mi lengua en llamas, finalmente consigo capturar los
últimos guisantes y meterlos de nuevo en la lata. Miro alrededor, pero estoy
solo: nadie ha presenciado mi torpeza (salvo el testigo más importante: yo).
Creyéndome a salvo de un avergonzamiento futuro, vuelvo al trabajo con
consumada calma y elegancia, con mi lengua todavía ardiendo por el wasabi
infernal y mi orgullo escociendo todavía más.